domingo, 12 de diciembre de 2010

Vía Férrea

Ingresé al último vagón del metro con los cabellos agitados y convulsos por el viento. El tubo junto a la puerta se presentó como mi único salvador, y me aferré a él con fuerza. Ella estaba sentada ahí, al lado. Emanaba una magnífica calma, como si el tiempo se detuviera bajo su mirada, que fue a posarse justo en mí. Quedé paralizada por un instante pero, recordando la pesada maleta que cargaba, busqué algún asiento disponible. El que quedaba frente a ella me sonrió con su azul reflejo, gesto que agradecí. Relajé el cuerpo: desde ahí podía mirarla a mis anchas. La examiné. Qué bella era. Enmarcaba a sus ojos color de miel una piel blanca y un cabello suave. Bajo el abrigo de lana negra, se adivinaba un cuerpo esbelto, casi frágil. La textura de esa superficie me invitaba a tocarla, a adentrarme en su cuerpo, a explorar sus pasiones.

El mundo bajo sus ojos parecía cosa de nada. ¿Porqué no declaraba yo desde ese momento que su mirada tierna iba a ser mía y de nadie más? ¿Acaso necesitaba perder el tiempo, fingir no verla, dejar que se fuera en alguna estación y no dirigirle la palabra jamás? El espíritu que mi ser alberga no podría soportar ver pasar los segundos, llegar a la terminal, perder su rastro, pedir otra oportunidad. Era hoy o nunca. Tenía que decretar que esas manos serían mías, que la superficie de su cuerpo me pertenecería de ahora en adelante… que… ¿levantó la mirada porque sintió la mía? Era una cosa fortuita, quizá, pero podía jurar que esa mujer me había mirado una segunda vez. Con calma, me dije, tras notar la intensidad con que lancé mi propia mirada, y obligué a mi mente a escapar. La táctica surtió efecto unos momentos, pero no podía continuar. Esa imagen era irresistible: la luz al entrar por la ventana caía plácida en sus cabellos, bajaba por la delicia de su cara y encontraba acomodo en su pecho. Qué terrible que no esté junto a mí, pensé. De nuevo dirigí a otra cosa mi atención.

La sucursal bancaria recién inaugurada me distrajo unos segundos, pero algo frente a mí exigía ser contemplado: ella me veía fijamente. El corazón ejecutó un triple salto mortal con giro en su propio eje cuando su mirada me habló. Susurró a mi oído un encuentro súbito con complicidad exquisita, un escape labrado en el fuego de los placeres, de los sabores. El tren llegaba a la parada final y, decidida, la seguí al descender al andén.

Caminaba frente a mí, pero podía imaginar que me miraba. La tenía grabada a fuego, sentía el llamado de su piel, del rumor de sus labios. La maleta ya no pesaba: el deseo vehemente de no perder su huella en medio del caos de la ciudad que nos envolvió al salir del metro, hacía lo demás insignificante. Entró a una calle que yo desconocía, una opción buena, pues al adentrarse en ella la afluencia de caminantes disminuía. Volvió su rostro. Sigo aquí, por supuesto. Torció a la izquierda y un callejón con pocas viviendas surgió después.

Se detuvo frente a una de ellas. Abrió la puerta, aguardó con paciencia a que alzara mi carga para sortear el marco de la puerta y cerró tras sí. Su escondite estaba ahí, sin más preámbulos. Me miró firme, pero cálidamente. Articular palabras hubiera resultado burdo. Abrió su alma ante mí, y tendí los brazos buscándola. El vértigo palpitaba en mi seno mientras me sujetaba a su cintura. Apuré sus labios como una copa, el cuerpo me traicionaba al dejar escapar un terremoto. Hubiera muerto si en ese momento no se deshacía de sus ropas, ni me ayudaba a soltar las mías. Pero la vorágine de pasión que nos hacía su presa, no ponía freno a las cosas: las exaltaba, pintaba rayas color brillante en cada caricia, dejaba escuchar un eco en cada beso.

Yo ardía al sentir sus manos despojarme de mi ser. Me llevaba lejos de mí y cerca de ella, me ataba sin piedad a la calidez de su cuerpo, imprimía sobre mi piel su vientre desnudo, abría mi espíritu y se instalaba en él. Se asomaba, jugaba, me desquiciaba en volteretas de caricias que se volvían más intensas cada vez. Sus ojos se entregaron a los míos justo en el momento en que ambas almas se fragmentaron en mil pedazos. Y, aunque a estas alturas ya hace horas que dejé su hoguera, las ondas expansivas de esa explosión siguen surcándome la piel...

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