Te vi ayer, Olivia. Te vi. Pasé frente a la tienda de disfraces y me distrajo a tal grado el aparador, que a punto estuve de perderme tu andar. Reconocí de pronto tu pelo, tus cejas altivas. Escuché la voz que se elevaba desde tus labios para hacerse oír a través del teléfono. Y seguiste andando. Crucé la calle para seguir mi camino, opuesto al tuyo. Prefieres que sea así, aunque de cuando en cuando llames para saber si estoy en casa. Llegas, empujas mi cuerpo contra la pared, quitas mis ropas. Al mismo instante te desnudas. Siento la dureza de tus pezones, que mordisqueo, o acaricio con la lengua. Caes sobre la cama. Te acaricio. Deslizo los dedos para sentir la humedad de tu sexo, y entro. Me estrechas. Besas mi cuello. Jadeas. Salgo y te acaricio, vuelvo a entrar. Tu abrazo se vuelve tan estrecho, que parece empeñado en que se me escape el alma. Te reconstruyo en la mente, en esos momentos, cuando justo acabas de pasar frente a mí, sin que te dirija la palabra. Nadie podría imaginar, al ver nuestra mutua distancia, que nos disfrutamos juntas en la cama.
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